SALTO, SALTO, PATADA Y CODO: UN RITUAL INCOMPARABLE.

SALTO, SALTO, PATADA Y CODO: UN RITUAL INCOMPARABLE.

Por Kevin Dirienso Poter - @kevindpoter

Y un día, esa sensación realmente indescriptible de “día de recital” se volvió a sentir. La pandemia nos prohibió de una manera cruel la posibilidad de esos shows disfrutables y por casi dos años nos hemos vuelto rehén de las nuevas tendencias de comunicación. Sí, hasta los recitales se veían por una pantalla, en esta nueva manera de ver las cosas: el streaming. ¿Es un avance positivo, ver un recital en patas desde la comodidad de tu hogar? ¿Se siente igual? ¿Realmente, se pueden comparar? Estás son muchas preguntas que podemos hacernos, pero para quien les escribe son mundos diferentes y nunca un show en streaming tendrá la magia de un presencial.

Pero es en esta nota, una de las últimas del 2021, que quiero compartir lo que para mí es ir a un recital. Y digo para mí, sabiendo internamente, que será para muchos igual y ahí es dónde está la magia. El día de recital no es un día cualquiera y  eso el público lo sabe. Es una especie de ritual, toca nuestra banda y comienza esa magia indescriptible… desde temprano. Cada show es lo mismo, aunque con diversos protagonistas y canciones: Ya nos levantamos pendientes del acontecimiento y conforme van corriendo las horas esa ansiedad se va apoderando del cuerpo. Nos producimos, nos arreglamos y si es posible sacamos del placard esa remera que nos está esperando. Vivimos todo el día deseando que lleguen los primeros acordes que nos envuelven en un viaje hermoso… y que aunque parezca que dura poco, es un viaje que dura para siempre.

Por lo general, la “previa” se hace con amigos tomando algo y escuchando la música que horas después nos hará saltar. Puede también que no tengamos la suerte de tener compañía, en ese caso la formula será la misma pero acompañados solamente por esos discos y esa birra bien fría que apaga por un rato el calor que va en aumento. El viaje hacia el que será nuestro “refugio” por un rato, no es menos importante. Allí la ansiedad ya es parte de nosotrxs y trae consigo la necesidad de un montón de charlas y anécdotas acerca de recitales pasados o bien de la vida misma, mucha de ellas ya repetidas mil veces, pero que siempre viene bien recordar.

Y si la manija aún no era suficiente, llega el momento del ingreso. A esconder el porro y el fuego en algún lado, a tomar el último trago de birra y hacer la fila. Un momento de algarabía que se disfruta y se padece, el rato más ambiguo de todos. La entrada a un recinto puede ser muy amena o una cagada, no hay término medio, pero la bipolaridad sentimental sucede claramente cuando ya estamos ubicados dentro, con las luces todas prendidas y somos testigos de cómo la marea de gente de la que seremos parte se va agrupando. Aquí comienza la etapa más contradictoria que puede sentir un espectador. La razón es sencilla, por un lado queremos que empiece el show lo antes posible, sensación que puede ser medianamente apaciguada si hay banda soporte o telonera. Sin embargo, generalmente la espera se hace larga y tediosa, pero por otro lado la vivencia del momento nos lleva a no querer que termine aún sabiendo que habrá efectivamente un final. También existe un grupo (dentro del que me incluyo) que ama esa adrenalina de la espera, la prueba de luces, el último retoque de sonido, el juego previo, etc. Por ende nos encontramos con tres tipos de público: el desapegado que ingresa 5 minutos antes o durante las dos primeras canciones; el intermedio que llega temprano, pero la espera no le copa nada; Y lxs romantizados de todo lo que es un recital, llega temprano, se ubica con calma y disfruta hasta del vuelo de una mosca.

De repente apagón de luces y ¡pum!, llego el momento, nuestra banda o artista comienza a desandar ese camino de (ojalá) veintipico de canciones y nosotros nos unimos en masa a una fiesta que nos saca del planeta tierra por un rato suficiente. Entre salto y salto, nos comemos algún codazo y vivimos fervientes en ese lugar de cuerpos transpirados, luchando contra no perder nada de valor, ver algo de lo que pasa arriba del escenario y no alejarnos de nuestros amigxs (algo que resulta casi siempre imposible). Peleamos para ubicarnos más adelante dentro de lo posible con el correr de las canciones y nos sumamos a la ola humana que se adueña de nuestros movimientos. Cada tanto descansamos y poco a poco el olor a pogo se nos pega. La música y la magia quedan en un solo lugar y estamos en el.

Cuando suena el último acorde, las palmas quedan rojas de aplaudir a los responsables de prender y mantener el fuego vivo. Las luces se vuelven a prender y entre el humo que emanan los cuerpos intentamos dar con el paradero de algún acompañante que producto del pogo se alejó. Siempre hay tiempo para una birra más y en búsqueda de ella vamos para recuperar las sales necesarias y estabilizar el organismo en lo que yo llamo dieta post recital: Pizza y Birra (¿Quién me sigue?). Una vez finalizado el espectáculo salimos como hormigas para emprender el retorno y es acá donde esa angustia/nostalgia de que todo termino se va haciendo más y más grande. La vuelta es similar aunque con esa congoja descripta y sirve para compartir la experiencia y revivir los momentos del show y para descansar de los golpes que deja un pogo bien vivido.

Mañana será otro día y el cuerpo lo sabe. Ese recital vivirá en nosotros siempre e inconscientemente, aún asimilando lo acontecido, ya nos mentalizamos para el próximo ritual. A mi modo de vivir y sentir, el placer que despierta el antes, el durante y el después de un recital es indescriptible. ¿Vos pensás lo mismo?